La luna roja
La luna roja
Por Pedro Pablo Sacristán
Había una vez un pequeño planeta muy triste y gris. Sus habitantes no lo habían cuidado, y aunque tenían todos los inventos y naves espaciales del mundo, habían tirado tantas basuras y suciedad en el campo que lo contaminaron todo y ya no quedaban ni plantas ni animales.
Un día, caminando por su planeta, un niño encontró una pequeña flor roja en una cueva. Estaba muy enferma, a punto de morir, así que con mucho cuidado la recogió con su tierra y empezó a buscar un lugar donde pudiera cuidarla. Buscó y buscó por todo el planeta, pero estaba tan contaminado que no podría sobrevivir en ningún lugar. Entonces miró al cielo y vio la luna, y pensó que aquel sería un buen lugar para cuidar la planta.
Así que el niño se puso su traje de astronauta, subió a una nave espacial y huyó con la planta hasta la luna. Lejos de tanta suciedad, la flor creció con los cuidados del niño, que la visitaba todos los días. Y tanto y tan bien la cuidó, que poco después germinaron más flores. Y esas flores dieron lugar a otras y en poco tiempo la luna entera estaba cubierta de flores.
Por eso de cuando en cuando, cuando las flores que cuidó el niño se abren, durante algunos minutos la luna se tiñe de un rojo suave, y así nos recuerda que si no cuidamos la Tierra, llegará un día en que sólo haya flores en la luna.
Formal e informal
Formal e informal
El reflejo urbano del concierto económico
Las ciudades son, como hemos mencionado muchas veces a largo de esta columna, el reflejo y soporte de una sociedad que se ha transformado de forma vertiginosa en los últimos tiempos, cada vez más ocupada en aspectos que tienen que ver más con la prestación de servicios y menos con la producción de cualquier cosa, sean bienes de consumo o ideas.
La deslocalización y regionalización de las actividades industriales y la desaparición de la producción agrícola a pequeña escala en muchos países ha dado como resultado modelos de sociedades muy especializados. Para poder sobrevivir, las ciudades han tenido que echar mano de una serie de estrategias que permitan su subsistencia.
La transición de ciudades industrializadas o cercanas a la producción agrícola a ciudades que se dedican a administrar recursos y servicios ha representado sin embargo uno de los saltos al vacío más difíciles de pasar para muchas urbes. Al tiempo que esto sucedía, cientos de miles de personas se alojaban cada vez más rápido en las ciudades como resultado del ya citado proceso de evaporación del modelo de vida agrícola.
Esta combinación resultó explosiva para las ciudades. Por un lado se destruían empleos antes seguros y que significaban el arranque de la cadena productiva, y por otro más personas llegaban a la ciudad en busca de oportunidades de trabajo. La combinación de estos fenómenos generó la ciudad informal.
En nuestro país, la ciudad emergente no es otra cosa que una proyección de cómo han evolucionado nuestras economías hasta el punto de que hoy en día, tres de cada cinco personas dependen de los trabajos que implican producir “nada”. Mientras que la mayor parte de los ingresos registrados por la industria se encuentran en industrias mega concentradas como la de los autos y el petróleo, en deterioro de la microempresa.
Esta dinámica tan poco eficiente ha dado como resultado una enorme masa de personas que se ubican en una franja de la sociedad que si bien trabaja muchos días del año, habita en viviendas que no son de su propiedad legal y ejecuta empleos sin ninguna certidumbre. El seguro social reportaba hace un año que en Oaxaca sólo estaban asegurados cerca del 5% del número de personas que podrían o deberían estar dadas de alta.
Este estado límbico en el que ha caído buena parte de nuestra sociedad ha creado una generación entera de personas que se mueven fuera del sistema, aunque de alguna manera lo refuerzan. Así, miles de empleados y empresa caen también en el concepto de lo informal. Aquellos que crean que lo informal se limita a quienes venden algún producto en la calle se equivocan.
Hay miles de empleados en el sector servicios que cobran en “negro” y que no forman parte del sistema de recaudación, o seguridad social. De forma tal que incluso el comercio que llamamos establecido, cae en alguna forma de informalidad, al grado tal que se reportaba en julio de este año, con datos de la Secretaría de Hacienda que cuatro de cada cinco empleos en el estado de Oaxaca son informales.
Para una ciudad el que este fenómeno se repita con tanta contundencia genera un enorme problema. Todas estas personas que trabajan cada día en la urbe reciben sueldos por debajo del promedio y están sujetos a la casualidad. Un oaxaqueño que se enferma no contará con seguridad social cubierta por sus aportaciones, sus cuidados dependerán de la riqueza familiar o la solidaridad del gobierno local.
Lo que implica que este habitante de la ciudad dejará de gastar sus ingresos en su barrio, que no hará compras en mercados y que reducirá su consumo al mínimo. Esto en una ciudad que vive del consumo y el servicio es un golpe que va dejando una profunda huella en el cotidiano, ya que se combina con una baja recaudación de los pocos impuestos locales y alienta a más población a la informalidad callejera, el pero de estas manifestaciones.
Las ciudades hoy día son el lugar donde se crea y se destruye, de encuentro y pérdida, si nos acercamos a la nuestra con la intención de transformarla para bien, entonces seguro encontraremos la forma de hacer mejor lo que sabemos hacer. Entender que la ciudad informal no es un fin en sí –por mucho que con ella se lucre– si no un paso a un estado de bienestar que tenemos la obligación de hacer llegar entre todos, algún día.
El valor y sentido del espacio público como bien común
El valor y sentido del espacio público como bien común
Cuando las personas barríamos la calle
Para algunos de los más jóvenes que lean este artículo les puede resultar extraño el subtítulo que este apartado describe. Pero para muchos otros nos resulta cuando menos familiar, una imagen de la gente saliendo muy temprano a barrer su banqueta.
La calle donde un servidor nació no estaba pavimentada, se trataba de una calle de tierra con algunas piezas de cantera que hacían de acera. Sin embargo, mantengo una imagen constante de personas que salían a tirar un poco de agua al suelo para luego pasar una parte de la mañana haciéndose cargo del trozo de calle que les correspondía.
Este simple acto de contacto con el espacio que está delante de nuestras casas era una manera de estrechar la relación que existía entre las personas y su medio ambiente urbano, es decir; la relación persona-ciudad.
Dicho cuadro se repetía en muchas de las poblaciones del país. Pueblos y ciudades se nutrían de la participación de sus habitantes para mantener el espacio común en buen estado. Al paso de los años y con la aparición de una sociedad cada vez más urbana, con ritmos de vida más complejos y una administración pública en expansión asumiendo el control de casi todo, esta relación se fue extinguiendo.
El remate lo dio el cambio de uso de la calle. Por siglos las calles habían sido espacios compartidos donde las personas realizaban todo tipo de actividades, desde las más cotidianas como charlar y jugar, hasta las más ceremoniales como bodas o festividades laicas y religiosas. Sin embargo, la entrada en la era del motor alejó casi todos estos usos para reducir la calle a una sola función, permitir que los vehículos circulen.
De forma que poco a poco la relación estrecha que existía entre la gente y la calle fue desapareciendo a medida que dejaron de sentir que ésta formaba parte de su mundo. Las calles ahora son de quienes por allí circulan y no de quienes habitan la ciudad. El espacio urbano perdió mucho del talante que le había identificado y con él se perdió también parte de la humanidad de la propia ciudad.
En suma, lo que hemos explicado es cómo el hecho de que la calle haya dejado de ser un bien común para convertirse en uno que prioriza un tipo de usuarios ha acarreado la perdida de mucho del sentido social que la ciudad necesita para mantenerse saludable. El recuperar esa esencia ha sido desde hace ya algunas décadas buena parte del esfuerzo que han hecho muchos especialistas a fin de devolverle a las urbes ese brillo de humanidad que hoy extrañamos tanto.
El cómo lograr que esto suceda en tiempos tan convulsionados como los que vivimos es sin duda uno de los grandes retos que enfrentamos en colectivo, aunque a veces ni siquiera nos demos cuenta. Porque al final del día, si perdemos la calle perdemos la ciudad y en un mundo donde más y más personas somos urbanitas, esto se vuelve un problema con muchas consecuencias.
¿Cómo hacer que la gente saqué la escoba?
Ante estos retos que enfrentamos como sociedad y ciudad, hoy más que nunca resulta de vital importancia lograr que la población en general se involucre de nuevo con el espacio urbano. Y no hay mejor forma de que esto suceda que recuperar el sentido del bien común en la ciudad. Para lograr es indispensable re valorar cada espacio con que cuenta la ciudad y entender que ningún lugar carece de sentido.
Necesitamos reconectar con la calle de nuevo y para eso hay que recuperar un poco de ella para el uso de todos incluidos quienes tienen un auto, pero sobretodo quién no lo tiene, o quién está en una situación vulnerable. Niños, gente adulta y con discapacidad, deben encontrar lugar en las ciudades que hoy les niegan acceso a buena parte de sus espacios, separándonos del lugar común donde habitamos todos.
Un paso importante que se debe dar es la propia redefinición de la calle y el resto de los espacios públicos en la estructura política de la ciudad. Por absurdo que parezca, actualmente las normas y reglamentos que regulan nuestra ciudad sólo contemplan la calle como un lugar para “circular y ventilar”. Reducir la importancia del espacio público a estas dos descripciones es casi una ironía, de no ser porque es realmente así en materia de ley.
Las calles y demás espacios públicos de la ciudad como plazas, plazoletas, atrios, jardines, alamedas etc. deberían ser reconocidos necesariamente como lugares de interés público, como un valor compartido de la ciudad que nos compete a todos y por lo tanto debe ser protegido como tal.
El sentido del interés público no es otro que el entender que estos espacios que parecen no ser de nadie son realmente de todos y que por lo tanto deben ser entendidos como lo es un edifico público o un templo, una escuela o un atrio. Ya que son estos espacios los que finalmente se encargan de ligar toda la estructura de la ciudad, donde se encuentra el compendio de lugares que sí entendemos como propiedad de todos.
Y esto significa que nadie debe hacer uso u explotación individual de estos espacios sin atenerse a lsa normativas y reglamentos que los órganos de administración pública han diseñado para dichos casos. La calle puede ser usada y ocupada para muchas cosas, pero estas deben estar reguladas y contenidas en las restricciones que la sociedad demarque. De nuevo el bien público debe ser regido por los poderes públicos.
Ante esta nueva definición del interés público, los distintos fenómenos que aloja la calle pueden seguir existiendo en ella. Simplemente ahora lo hacen desde una perspectiva de servir al bien común, a la estructura entera de la ciudad y no sólo a unos pocos, por bien posicionados que estos estén en el entorno socio político de la urbe.
Y quizás así, si logramos reintroducir a la sociedad entera en la definición de calle y plaza pública de nuevo, las escobas vuelvan a aparecer, y que en lugar de fachadas cada vez más deterioradas aparezcan espacios recuperados por sus propios habitantes. Un parche de concreto en aquellas banquetas dañadas por el uso diario o una resbaladilla reparada y pintada, donde sólo quedan fierros oxidados peligrosos para los niños.
Las ciudades en la actualidad requieren y demandan nuestra participación, pero para que la podamos entregar es necesario reconocernos dentro de ella. Y no lograremos dicho cometido si no encontramos las vías para compartirla de nuevo, para conseguir esa palabra casi mágica a la que debemos aspirar en cada aspecto de nuestra sociedad: equilibrio.
@gustavo_madridv
www.casadelaciudad.org
Composta
¿Sabías que casi la mitad de la basura que tiras son desechos orgánicos? ¿Y que si los procesas podrías obtener el mejor fertilizante para tus plantas?
A lo mejor conoces una versión muy simple de la composta. Si tienes un jardín en casa, seguramente hay una pila por ahí donde juntas las hojas secas. Con el paso del tiempo, se van descomponiendo y lo que queda lo puedes esparcir por el jardín como un fertilizante.
Pero no sólo las hojas secas sirven para hacer composta. Todos los desechos orgánicos de la cocina y el jardín, papel, cabellos, restos de café y té, sirven para producir un fertilizante de gran calidad para tu huerto o jardín.
Para hacer una composta se requieren cuatro ingredientes: carbón para proporcionar energía (hojas secas, bolsas de papel y cartón), nitrógeno (restos de cocina o desechos del jardín que todavía están verdes) para que puedan crecer y reproducirse los organismos que oxidan el carbón, oxígeno para el proceso de descomposición y agua para mantener la actividad.
Además, al hacer composta en casa ayudas a reducir los gases invernadero que ocasionan el calentamiento global. Y si separas y reciclas los desechos de tu casa y además haces composta, vas a ver cómo quedan muy pocas cosas que tirar a la basura. Otra forma más de cuidar el medio ambiente.