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Urbanismo salvaje

Urbanismo salvaje

O cómo copiar un modelo nefasto en San Felipe

Quien escribe ésta columna tuvo la oportunidad de recibir educación a nivel de posgrado en Barcelona sobre temas urbanos en una época donde los temas de la ciudad y el manejo del territorio cobraban gran relevancia. El departamento donde fui adscrito, de hecho se denominaba así: Urbanismo y Organización del Territorio.

En Barcelona y Cataluña, nombre de la provincia donde se ubica esta ciudad y de la que es su capital, se toman muy en serio el tema de la planeación del espacio urbano y el manejo de los recursos físicos con que cuentan. Para una provincia con expectativas históricas de ser un estado pequeño es importante este hecho, ya que permite que cada recurso con que se cuenta sea aprovechado al máximo.

Esto no impidió que durante la década de los noventa y la primera del siglo XXI, Cataluña entrara en la fiebre «urbanística» que corrió hasta lo más profundo de los cimientos del estado español, aunque en mucho menor medida y con impactos mejor controlados que en otras partes del país.

En lo que muchos llamaron la «era del ladrillo», España y los grandes capitales centraron su expectativa de crecimiento en la edificación de literalmente millones de viviendas, infraestructuras y equipamiento al por mayor. Llegando al ridículo de inaugurar aeropuertos sin aviones o autopistas duplicadas que no tenían ninguna demanda.

Apoyados por el financiamiento europeo, se gestó una auténtica orgía que saldará una de la crisis más profundas en la historia de Europa. Arrastrando a una cuarta parte de la población al desempleo, nunca tantos jóvenes en la historia de este país estuvieron tan abandonados.

Pero la consecuencia más inmediata de éste fenómeno no fue el desempleo y la pérdida de oportunidades para una generación entera de los mejores jóvenes de ese país. Si algo caracterizó a esta etapa de «desarrollismo» barato fue el atentado medio ambiental del que fue víctima la mayor parte del territorio hispano. Literalmente miles de kilómetros de playa fueron arrasados y millones de hectáreas de bosque y llano depredadas.

Bajo el pretexto de integrar España a Europa y al estado de bienestar, todo se valía. Tanto partidos conservadores como de izquierda se unieron a este desastre y, pese al arrepentimiento posterior de unos y otros, el mal estaba hecho.

Todo este antecedente sirva para cuestionar la aprobación por parte del cabildo de la ciudad de un desarrollo habitacional a implantarse en la zona protegida por decreto en la zona de San Felipe del Agua.

Mientras por un lado, a lo largo de esta administración se ha hecho un amplio intento entre ciudadanos y algunos miembros de la administración municipal por preservar la salud de nuestra ciudad –incluyo aquí al propio edil capitalino–, sorprende de sobremanera este albazo al final de un camino bastante respetable en este aspecto.

Entrar en la dinámica del urbanismo salvaje institucionalizado y sumarlo al cotidiano establecido de facto, responsable del enorme deterioro social y ambiental de esta urbe, dará como resultado la construcción de un modelo de ciudad imposible de sostener. Y contra la cual cual se ha declarado todo el que realmente le interese esta ciudad y toda mente razonable que aquí habite.

Nos queda esperar que otras instituciones como el Instituto Estatal de Ecología, así como el órgano municipal de ecología impongan el orden institucional en el territorio del estado. En favor de las generaciones que vienen, y no sólo por aquellos que pretenden obtener algún beneficio inmediato.

Las urbes necesitan prever su futuro y el modelo de expansión sin control sólo asegura su miseria. Es necesario que nuestros líderes entiendan esto y que miren otros espejos en los que sólo se proyectan pérdidas y desolación. Espero sinceramente que esta no sea la ciudad que quieren heredar a los que vienen detrás.