Pacificar la ciudad I
Una necesidad urgente
Pacificar la ciudad no es otra cosa que limitar la velocidad con la que se generan los procesos cotidianos en las urbes a un ritmo tal que sea posible manejarlos y contenerlos de ser posible.
Pese a ser un término que se aplica normalmente en aspectos viales con la intención de bajar la velocidad de flujo dentro de la ciudad a uno acorde con un ritmo de vida más humano, sin transformar las urbes en una pista de carreras. Lo cierto es que este término aplica para un sin fin de eventos en la vida de las urbes que de a poco se ven cada vez más aceleradas y hasta violentas, arrastrando a ese estado a sus habitantes.
Resulta evidente que en los últimos tiempos las ciudades de nuestro país han enfrentado un proceso de cambio paulatino pero profundo, que les ha trasformado en lugares muy dinámicos y hasta vertiginosos que rebasan la capacidad de gestión de las propias urbes. La avanzada de la vida urbana ha sido incontenible y pese a muchos avisos prácticamente ninguna ciudad de nuestro entorno estaba lista para manejar estos cambios.
Como se han venido sumado variantes a esta situación es muy evidente, iniciemos por un factor del que todos somos testigos o víctimas de alguna manera cada día:
El tráfico que asfixia la ciudad resultado de la circulación de miles de vehículos de todo tipo, no sólo ha convertido las calles de la ciudad en un atolladero cotidiano. También ha elevado el nivel de contaminación del acústica, del aire y del paisaje a un grado tal que ya afecta el estado de ánimo de quienes en la ciudad viven, lo cual se traduce en una tensión cotidiana que se expresa en forma de pitazos, gritos y hasta violencia.
Por otro lado la urgencia normalmente frustrada por llegar a cualquier parte la ciudad genera un acelerado ritmo de tráfico en algunas partes de la ciudad, que contrasta con los tapones que suelen formarse en muchos puntos claves de la misma. Esto significa elevadas velocidades de flujo en algunas partes de la ciudad y grandes embotellamientos en otras.
Lo que se traduce en una eterna tensión entre los que van de a pie y tratan de caminar la ciudad o cruzar un calle –que son la mayoría de quienes viven en la ciudad– y quienes conducen algún tipo de vehículo de motor. Sea privado o de transporte público, ellos ocupan la mayor parte del espacio de las calles de la ciudad y pese a esto tienen grandes dificultades para ir de un lugar a otro a una velocidad constante.
Pacificar la ciudad significaría en este caso regular la velocidad de flujo de tráfico en la mancha urbana, para conducirla a un flujo constante donde se armonice la sana convivencia de peatones, ciclistas, vehículos privados, de transporte público y de carga, dentro de un esquema armonioso y de tolerancia. Para esto hay que lo mismo reforzar las alternativas de movilidad no motorizadas como adaptar las ciudades a un modelo de tráfico que permita la coexistencia de ambas modalidades de traslado.
Pacificar el tráfico es una actitud que han asumido muchas ciudades de manera exitosa, fijando el pulso urbano en una velocidad que va de los 20 a 30 km/h han conseguido la construcción de un modelo más constante y por lo tanto dinámico dentro de la ciudad –en la ciudad de Oaxaca esta media rosa los 12 km/h actualmente–. Esto acarrea otras consecuencias como la reducción del estrés entre distintos tipos de usuario de la urbe y por lo tanto una mejor convivencia entre sus habitantes y usuarios.
Pero el tema en ciudades como la nuestra se tiene que extender aún más allá de las estrategias para hacer que la ciudad se sobreponga al colapso vehicular.
En los tiempos que corren y que se abalanzan sobre nosotros es necesario ampliar esta definición a otros aspectos de la vida urbana. Aquí debemos voltear a ver la experiencia de como desde la adecuación del espacio urbano se han logrado otros modelos de pacificación de la ciudad, esta vez para combatir la violencia que se vive en barrios y colonias.
En fechas pasadas se desataba un debate sobre un reporte que colocaba a la ciudad de Oaxaca como una de las ciudades más violentas del país, muchas fueron las reacciones casi todas negando el hecho. Lo cierto es que los focos rojos en la mancha urbana de la ciudad llevan un tiempo encendidos. Así lo marcaban algunos indicadores de los cuales se hizo caso omiso desde hace por lo menos cinco años, pero de este tema hablaremos después.
Peatonalizar “no” privatizar
Dos conceptos distintos
En fechas recientes ha sido notable como en algunos sectores del centro histórico –sobretodo su parte norte–han ido apareciendo barreras o algún tipo de elemento que impide el paso de vehículos a estas calles. Sin embargo sí se mantiene el paso de vehículos para los residentes de estas zonas, que normalmente estacionan precisamente en las calles donde pretenden de echo limitar el paso de vehículos de motor.
Lo que pareciera un intento por transformar estas calles hacia un modelo que favorece más al peatón no es si no la privatización del espacio mismo que en la calle ocupan estos vehículos, sobra decir de carácter privado. Es el equivalente a un masivo apartado de lugar, del que muchas veces se ha hecho mención y rechazo en distintos espacios y foros.
Peatonalizar un espacio en favor de una mejor circulación significa liberar una calle de la presencia de vehículos, no una simple limitante para que aquellos que en la calle en cuestión habitan puedan tener un mejor acceso a sus casa, calles más silenciosas y por consecuente una mejor plusvalía de sus propiedades. Lo que finalmente se hace es transformar él espació público en una propiedad “privada”
Precisamente los beneficios que hemos mencionado antes, vienen acompañados de una serie de desventajas que en su mediación significan el sentido y beneficio público. Que una calle este libre de tráfico y presencia de automóviles en el frente de las fachadas, también aplica para los residentes del lugar, de no ser así el caso, el fenómeno se reduce a dar beneficios a un grupo minoritario por encima de la mayoría.
Imaginemos por un momento que cada uno de los habitantes del centro o de la ciudad demanda iguales condiciones para su calles sin un acuerdo de por medio. Que decidiera limitar el acceso a su calle en virtud de “mantener” el sentido particular y privativo de alguna calle o callejón. El resultado sería la imposibilidad de circular de un lado a otro libremente por la ciudad, rompiendo un derecho común.
Impulsar el modelo peatonal o semi-peatonal en algún sector de la ciudad no puede ser el resultado de la decisión de un grupo de vecinos que decide cerrar su calle. Debería ser un proceso de negociación con beneficios y compromisos por igual, donde queden claras la reglas del juego y se obtengan igualdad de condiciones sobre un espacio; la calle que no olvidemos, representa la mayor parte del espacio público de las ciudades.
Normalmente cuando se inicia un proceso de mejora de la infraestructura peatonal en algún lugar, existe una resistencia por una parte de los habitantes de estas calles a que se limite su acceso a la cales que habitan. Aunque también es normal que estén de acuerdo en que el resto de los vehículos de la ciudad queden fuera de esta posibilidad si ellos no son incluidos en estas restricciones. Esta forma de pensar se conoce como NIMBYsmo y proviene del inglés: Not in my back yard. –no en mi jardín trasero–
Es decir, esto esta bien mientras no me afecte a mi en lo particular, en este caso quiero mi calle sin tráfico excepto el mío propio. La pregunta es, ¿qué beneficio trae al resto de los habitantes de la ciudad que se limite el transito en alguna calle propiedad de todos?
Desde luego que en esta columna hemos prodigado sobre los beneficios de hacer la ciudad más amables para los peatones y disminuir la presencia de los vehículos de motor en la ciudad. Pero este proceso debe ser resultado de un proceso de planeación y acuerdo, de un análisis consiente de los costos y beneficios que esto acarrea, así como de las responsabilidades y compromisos que tanto sociedad y gobierno obtienen.
Si los propietarios y residentes de una calle quieren reducir el tráfico en sus fachadas y así incrementar el valor de sus propiedades, lo justo sería que se incluyan en el esquema y no supongan que sus autos están exentos de esta responsabilidad. El beneficio que implica una calle más silenciosa y un incremento del 15% al 75% el costo de su propiedad debería ser suficiente, de otra manera la aplicación de altos impuestos particulares por ese derecho equilibra la balanza.
Las ciudades deben encontrar mecanismos donde este tipo de modelos se construyan sin que las administraciones pierdan rectoría sobre lo que propiedad de todos. Poner por acuerdo vecinal un valla en el acceso de una calle pública no es otra cosa que sobrepasar a la administración y negar el derecho de circulación a muchos en beneficio de muy pocos.
La calle es un valor público y su transformación hacia un espacio amable con el peatón debe ser un proceso regulado y justo, donde haya derechos y obligaciones compartidas, y donde todos seamos parte de los beneficios y responsabilidades que el modelo de la ciudad pro-peatón significa.
¿Que hacemos con las motos?
Esta pregunta es una que seguramente más de uno de quienes habitamos la ciudad nos hemos hecho alguna vez, la respuesta no es nada fácil y a medida que avanza el tiempo se hará más y más compleja encontrarle una respuesta.
Un par de imágenes de la semana pasada describen esta preocupación. En la primera una familia de cuatro, con un bebe pequeño viajaban en el mismo vehículo; una motocicleta en horario nocturno. Ninguno de ellos llevaba casco, para colmo la madre no podía sujetarse a nada por cargar el bebe que llevaba en los brazos.
La segunda era un muchacho joven, que circulaba por la calle Morelos al atardecer, aunque iba sólo el casco colgaba de su brazo en vez de llevarlo puesto. En algún punto de esta situación se desbalanceó y terminó por caer justo enfrente del edificio de la Casa de la Ciudad lo que ocasionó como era de suponerse daños al motociclista y un problema vial en tan demandada arteria.
Estas dos escenas son apenas un par de muchas que podemos apreciar cada día en la calles de la ciudad con especial énfasis en los últimos años, donde la presencia de este tipo de vehículos se ha hecho más y más preponderante.
Hay muchos factores que han llevado a los habitantes de la urbe a depender de estos medios de transporte en su vida cotidiana. Sin duda, la necesidad de desplazarse de un lugar a otro en una ciudad que crece de forma expansiva es uno de estos factores. La metrópoli se ha convertido en un lugar dinámico donde sus pobladores realizan un gran número de viajes cotidianos por diversos motivos.
Entonces el tema tiene más que ver por que se opta por un vehículo de baja capacidad y elevado riesgo como forma de transporte. Allí hay cuando menos dos factores dominantes:
El primero la carencia de un transporte público de calidad y a un costo razonable. Mover una familia de cuatro integrantes de ida y vuelta, suponiendo que se realiza un sólo transbordo tendría un costo de 80 pesos en la actualidad. Esto es un muy alto costo de desplazamiento para una familia media en la ciudad de Oaxaca, que puede incluso superar su ingreso medio familiar, pero qué sin embargo muchos de sus habitantes tienen que cubrir cada día.
El segundo, es la velocidad de flujo en las vialidades de la ciudad, la ciudad de Oaxaca se ha hecho cada vez más lenta, al tiempo que sus habitantes necesitan desplazarse más rápidamente. Ante tal disyuntiva se ha optado por el uso de un medio de transporte que en teoría se mueve más rápidamente por el territorio de la ciudad, pero que implica otro conjunto de situaciones que le resta efectividad.
Entre algunas que se pueden mencionar está el hecho de que se trata de vehículos de baja gama, de fabricación extranjera que apenas cumplen con los estándares mínimos de seguridad y protección medio ambiental. Esto se traduce en un mayor número de motores circulando por la ciudad con una menor eficiencia y mayor contaminación tanto acústica, se regresa al tan poco deseado paradigma de un motor una persona.
También está el aspecto regulatorio que sobre este tipo de unidades pondera, ya que actualmente existe en las legislaciones y reglamentos actuales un vacío que no podemos obviar sobre que trato dar a este tipo de vehículos. No es lo mismo un scooter de 100 o 150 cm2 de capacidad de fabricación china, que una moto 1000 o 1200 cm2 de fabricación japonesa, habrá que adaptar las normas para este tipo de vehículos se ordenen de manera adecuada de acuerdo a sus características particulares.
Y esto se amplía a su presencia en el espacio urbano, un vehículos de motor no debe invadir una banqueta, sin importar su dimensión. La visión entre movilidad motorizada y no motorizada debe aplicar a este hecho y se tendría que prohibir que vehículos de motor invadan áreas destinadas a peatones y ciclistas, esto aplica también para los lugares de estacionamiento, que actualmente motociclistas invaden con una total impunidad.
La motocicleta como cualquier otro medio de transporte requiere ser regulado y ordenado de manera clara y oportuna para evitar conflictos. Por desgracia, basados en otros casos parecidos, –como el de los mototaxis por ejemplo–, si no se sientan las bases que regulen su presencia en la ciudad, se pueden convertir en una situación más de conflicto, en una ciudad que ya padece demasiado en esa materia.
La ciudad de Oaxaca
100 entregas después
Esta que leen en la columna número cien que aparece publicada en este diario, eso significa que se están por cumplir dos años desde que apareció la primera entrega hablando de la historia del ferrocarril en la ciudad de Oaxaca. Desde entonces muchas cosas han ido y venido y los escenarios de la ciudad se han transformado, a veces para bien, a veces no.
El debate y la lucha por la ciudad no pueden ser tomados a menos, tenemos suficientes experiencias negativas de las consecuencias de que esto suceda. La importancia de mantener un sistema urbano saludable y en constante revisión y cambio es esencial y aunque se define a sí misma no está de más recordar la importancia que las ciudades como la nuestra tienen y tendrán en un futuro no muy lejano.
Recordemos algo que hemos mencionado constantemente en esta columna, el proceso de urbanización de nuestra sociedad ya abarca casi el 80 por ciento de la población nacional. El resto se encuentra en camino a esta realidad o está de alguna manera muy conectada con el modelo de vida urbana de formas directas o indirectas. Al final serán muy pocas personas las que queden exentas de este proceso integrador.
Aquí, en la ciudad se genera y maneja la mayor parte de la riqueza de nuestra sociedad, se crean la gran mayoría de los empleos y se mantienen los mejores niveles de vida. Pero también es el lugar donde se concentra el conocimiento, donde los servicios son mejores, la infraestructura prosperan y donde las opciones de ocio se hacen más diversas.
De allí que ya sea de manera formal o informal la lucha por el control del espacio urbano ha sido particularmente dura en los últimos tiempos. Y que una parte importante de la población que aquí habita no ha sido más que víctima y testigo de este encuentro, en ocasiones inclusive violento.
Lo presenciamos de distintas maneras, desde la ocupación de los espacios públicos por comerciantes callejeros informales, hasta los choques entre sindicatos, organizaciones sociales y otros actores, que se confrontan al estado con la ciudad como fondo. No es una casualidad que eso suceda, lo que no terminamos de darnos cuenta es que lo que está en juego es la ciudad misma y todo lo que representa.
Es decir, la ciudad se ha convertido cada vez más en el centro de un debate fundamental sobre el destino de buena parte de nuestra sociedad, si no terminamos de comprender esta realidad se compromete el porvenir de varias generaciones que nos vienen siguiendo de cerca. El compromiso abstracto con la ciudad se convierte entonces en un compromiso con aquellos que habitarán nuestras ciudades en un futuro.
La lista de problemas y aspectos a debatir se complica de igual manera a medida que la población que habita las ciudades se hace más diversa. Ya no basta con suponer que las necesidades de la ciudad se acotan a la dotación de servicios básicos y el pavimentado de calles. Eso apenas es el inicio de una serie de argumentos mucho más profundo y delicados.
Es mejor que las distintas áreas de la sociedad y su gobierno se den cuenta de esto lo antes posibles. Antes de que se reproduzcan sin control fenómenos sociales y humanos desagradable para la vida de la ciudad y sus habitantes. Es el caso de lo que ha acontecido en algunas ciudades del norte de México como Ciudad Juárez o Monterrey, temas que hemos tratado en estas mismas columnas y que son la muestra de hasta donde se puede empujar una ciudad ante la incomprensión de su realidad actual.
El discurso por la ciudad es entonces uno que se debe construir cada día, y debe ser mucho más amplio e inclusivo de lo que ha sido hasta ahora. Debería ser un discurso formado desde la participación de todos los actores que en la ciudad se manifiestan, en igualdad de circunstancias. Pero sin las estrategias de presión y extorción que algunos ponen en práctica en detrimento de muchos.
El dialogo debe ser eso, un discurso impulsado desde las ideas y los debates bien fundamentados, al cual están invitados todos los actores de la sociedad. Porqué sólo así con el compromiso y trabajo de todos estos actores, es que podremos encontrar el camino común a la mejora de este espacio común donde vivimos y al que todos acudimos en la búsqueda de la concreción de nuestros objetivos cotidianos.
La ciudad se está reinventando cada día, no ha dejado de ser así desde que se edificó la primera, así se unió en un solo lugar el conocimiento y la rueda de la sociedad empezó a girar más rápido. Estos maravillosos artefactos contemporáneos si bien son donde se acumulan los problemas, también son de donde parten las soluciones. Este es quizás su principal virtud y es el factor al que nos deberíamos aferrar.