De qué mueren las ciudades

De qué mueren las ciudades

De qué mueren las ciudades
Innovar o morir

Hace muy pocas semanas nos despertábamos con una noticia que hace unas décadas hubiera sido imposible de imaginar. La ciudad de Detroit, Michigan en Estados Unidos, se declaraba en bancarrota. ¿Cómo fue que la ciudad que produjo la segunda revolución industrial y el inicio de la era del automóvil pudo llegar a un punto como este? ¿Qué camino tuvo que recorrer para que la antes joya de los grandes lagos muriera lentamente?
La respuesta es bastante simple: la ciudad renunció a innovar. Por largo tiempo Detroit vivió de la producción de vehículos automotores. Los gigantes armadores norteamericanos mantuvieron una producción constante durante décadas, hasta la llegada de la crisis energética de finales del siglo XX y la aparición de una nueva generación de vehículos compactos, eficientes y económicos.
A diferencia de la industria automotriz de otros países que supieron llevar la fabricación de vehículos a nueva era, la de Detroit permaneció fiel al estilo de vida americana. Alejada de los nuevos polos de investigación y generación de ideas que se levantaban en las partes costeras del país y muy a distancia de los centros de producción asiáticos que tomaban el control de los mercados mundiales, así la Detroit industrial se apagó.
Lo que realmente liquidó a esta ciudad e hizo que perdiera casi la mitad de su población no fue otra cosa que su incapacidad de transformarse, de adaptarse al cambio. En resumen de innovar y reinventarse a sí misma.
Las ciudades evolucionan a velocidades difíciles de entender, y si las personas que las habitan no son capaces de moverse al mismo tiempo, fracasan, condenando a sus sociedades al retraso. Es por eso que sin lugar a dudas el principal factor que hoy en día determina el futuro de una ciudad es su capital humano. Formar y hacer llegar hombres y mujeres preparados para pilotear estos cambios es una necesidad esencial.
Pretender congelar en el tiempo el espíritu de una ciudad en tiempos como los que vivimos hoy día puede representar un alto precio, mucho más alto del que representa intentar transformarla e impulsarla.
Los retos que enfrentan urbes como la que habitamos nada se parecen a aquellos que atravesaron una generación anterior. Contaminación, sobrepoblación, dispersión, destrucción del medio ambiente, falta de agua, alto costo energético y violencia urbana son fenómenos con los que nuestros padres o abuelos no tuvieron que enfrentar al inicio de su vida, sin embargo hoy son parte de nuestro cotidiano.
Por esta razón es que resulta tan importarte abrir las ciudades. Abrirlas a nuevas ideas, a patrones de vida actualizados, a formas de habitarla variadas y complejas, a familias mixtas y diversas… En resumen al mundo global que nos toca habitar.
Ningún bien le hacemos a nuestra ciudad capital cuando se pretende que nada cambie, que las calles sigan sucias y oscuras, los edificios abandonados. Que los empresarios tengan enormes problemas para abrir un negocio, para generar fuentes de trabajo. Tampoco se debería poner excesivas trabas a nuevos proyectos en la ciudad que generen fuentes de empleo siempre que estos sean firmes y bien fundamentados.
Vivir en una ciudad histórica como la nuestra puede ser un arma de dos filos. Se corre siempre el riesgo terminar convirtiendo las ciudad en un museo y no en un organismo vivo. Este es uno de los motivos por los cuales muchos centros históricos padecen serios problemas y dificultades en su supervivencia. Si bien mucha de la estructura e imagen de la ciudad histórica pertenece al siglo XVII o XVIII, su sociedad y lo que la acompaña está totalmente sumergida en la actualidad.
Esto no es un llamado a olvidar esta herencia. Todo lo contrario. Es una invitación a reconsiderarla y protegerla, con la idea de mantenerla viva. El centro histórico de la ciudad de Oaxaca alberga hoy día a menos del 3% de la población total de la ciudad y mantiene una pérdida constante de población residente para abrir paso a sectores comerciales, que se apagan de noche. Pero también a zonas inhabitadas ante lo complejo y atrasadas de las normas que lo rigen y lo caro que resulta el mantenimiento de los edificios coloniales.
Existen cerca de cuarenta edificios catalogados en el centro en peligro inminente de caída, muchos kilómetros de calles semi-destruidas y una economía que se debilita lentamente en lo formal y pasa a la informalidad de la que somos ya líderes nacionales.
Nuestra ciudad y nuestro centro merece un mejor destino, pero para lograrlo hay abrirse a la innovación y el cambio. Porque como bien menciona el economista Edward Glaeser: Cuando una ciudad engendra una poderosa idea destructora de conocimientos, no está haciendo sino preparar su propia destrucción.

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